6/20/2014

toro

La vía: descender al infierno para encontrarse con el terrible toro al borde del abismo, la gran ilusión del dios embaucador, el confuso. Mis tejidos se entremezclan, muchos y ningunos somos para blandir la espada y esperar la llegada. Se inunda el espacio con fuego liquido. La lava quema los interiores, la rabia emerge. El toro esgrime con el poder de la eyección. Todo se da vuelta, todo se bota, todo se devuelve. El toro se combate con nausea, con el cuerpo, con el tiempo del cuerpo. La confusión y la rabia arremeten nuevamente contra el cuerpo, impulsándonos a cortarnos, a mitigar el dolor interno con efectos de una intensidad externa. Nada sucede, el toro domina el abismo, recostado al borde. No siente nada. Pasan los años anestesiados. La vida y su espacio indefinido se despliega entre la gente. Como una profecía, el evento, el trauma abren la fisura del tiempo. Y de pronto, nuevamente el cuerpo, su grito infernal. El toro nos mira en el abismo, nos amenaza con los vapores de sus fauces. El cuerpo temeroso, abatido, se entrega a la derrota aparente. Con el esfuerzo del dolor grita nuevamente.

Algo sucede. Al fin, una voz lejana nos habla desde el límite, una voz que nos alenta con la promesa de desarmar los sentidos de los órganos, el organigrama del organismo. Aquella promesa late. Las transferencias, las evasivas, los escapes, nos entierran sus punzadas intrínsecas con una fuerza nueva, con una potencia aumentada. Sigo, seguimos, sigo, no evito. Me duele, me quema, me desgarra el alma. Me desgarra la existencia, siento que voy a morir. Estoy cansada. Me detengo. De mi cuerpo brotan líquidos: grasa, lágrimas, orina, saliva. De mi cuerpo brotan gusanos e histeria. Soy un trozo lánguido de humanidad a punto de quebrarse. Pero sigo con un ímpetu desconocido, tedioso, automático, involuntario, incomodo, más cuerpo que nunca.

Y lentamente la incomodidad se vuelve coraje, el tedio se vuelve valentía, el automatismo se vuelve instinto. Todo sucede con la lentitud del advenimiento; una maraña de cartílagos y venas se desmenuzan con un efecto nuevo, un entrelazamiento propio, el principio activo de un amor tímido: el amor propio. Al fin el toro se acerca decidido, me entierra sus astas con una fuerza cómplice. Sintiendo el calor de su cuerpo ensangrentado, entiendo, entonces, la proximidad. Ya no siento miedo, ya no siento rabia, ya siento, sin más. La voz me enseña crudamente a reunir las fuerzas, a convocar a mis bestias, a alimentarlas con mi carne dispuesta, mi carne infinita en inmaterial; para así movernos como manada, para danzar entre la inmanencia, con el soplo de la existencia híbrida, con la potencia de un cuerpo ligero que brota con el aullido del silencio. Finalmente esa es la promesa del trabajo del cuerpo.

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