10/15/2010

E.

Más allá un hombre cuya pulcra investidura contrasta con la de E. la apunta de manera inequívoca desde el rincón de una habitación. El hombre blanco (así lo denomino E.) había realizado una serie de movimientos ornamentales previos. El ritual del juicio consto -exactamente a la anterior seis de la tarde- en la presentación de palabras en lenguaje sordo mudo. E. no pudo comprender. Antes de cuestionar su incomprensión el dedo punzante ya estaba sobre ella, violentando lo que ella concebía como su inmediato ser: una esfera cuyas directrices se dirigían tanto al exterior como al interior formando una madeja acuosa. E. había perdido uno de esos hilos y ahora este osaba dirigirse a ella con un ego propio. Como si un verbo solo actuara por sí mismo sin esa autorización, la de ser utilizado. E. perdió el control. Después de eso solo sintió como la esfera enraizaba de una manera tortuosa las vísceras del cuerpo, como si la indumentaria medieval remeciera cortes en sus pliegues ya secos. Pensó. Luego cedió. Se desmembró múltiples veces, en el radio infinito que un cuerpo-madeja podía soportar. E. condescendiente, asume parte de la tragedia llamada expiación y sacrificio heroico. Pathos.

No pudo escuchar, el tintineo imperceptible de su casco separándose de uno de sus cabellos. El hombre blanco -sonriendo- se desvanece en la medida que esto sucede.

La madre de E. tenía la costumbre de tironear amorosamente aquellos cabellos que superaban la porosidad de los otros. Lo hacía, desde la intuición de E., a modo de selección –natural- de lo bello. De lo táctilmente bello. “Y es qué – E. pensó- el higiene de la forma proviene desde la cuna de las amas de casa, engañadas por mas y mas imágenes de una economía ante la imperfección que apunta inevitablemente a este ideal barato de la perfección…”. E., balbuceos inteligentes. Su madre se retiro rápidamente de su lado al ver que ya estaba despierta. Para ella, este gesto solo era un acto reflejo. Sacar cabellos significaba, en su percepción de madre, expiar sus pecados y los de su hija. Inconsciente, simbólicamente, retirar de ella el peso de su cruzada de vivencias mártires. El pecado original ciego. Para ella su hija había tomado de la manzana prohibida más que un solo trozo.

Olvidando ya la estela cálida de su madre que se alejaba por el dintel de la puerta de entrada, E. decidió no seguir durmiendo. “Aquellas pesadillas – se reincorporó - habían llegado demasiado lejos. Estoy siempre cansada, dormir con luz no es realmente saludable. La oscuridad consume los hábitos de un mortal productivo. Sin embargo para mis ojos asienta un respiro de comodidad. Si solo aprendiera a controlar mis ojos en la medida que el paso de la luz no me lastimara tanto. -desviando estas ideas- Si tuviera lentes o quizás un buen antihistamínico, un poco de preocupación externa... ”

Dieron las nueve menos quince, otra vez llegaría atrasada.